Interseccionalidad como herramienta para transformar políticas públicas

Jone Otero es facilitadora, consultora e investigadora en políticas públicas, igualdad, cultura, medioambiente o cooperación, entre otros. Está graduada en Comunicación, cuenta con un Máster en Investigación, Consultoría e Innovación Social y un postgrado en Igualdad de Mujeres y Hombres, así como con formación en coaching de equipos.


Cualquier persona occidental que sienta pasión por la historia sabrá que 1848 es un año muy importante. Y, si preguntáramos por qué lo es, seguramente recibiríamos dos motivos. El primero, la oleada de revoluciones en el continente europeo, que pretendió acabar con el predominio del absolutismo. El segundo, porque fue cuando Marx y Engels escribieron el reconocidísimo Manifiesto Comunista. Es menos probable que alguien nos diera un tercer motivo, aunque es un hito sumamente importante: 1848 fue el año en el que 300 mujeres norteamericanas, todas ellas vinculadas al abolicionismo de la esclavitud, celebraron Seneca Falls y escribieron el texto fundacional del sufragismo. 

Es a partir de ese momento, cuando la organización de las mujeres por sus derechos se hace más evidente. Ejemplo de ello son las numerosas convenciones que se celebraron durante años. En este viaje al pasado, propongo hacer zoom en una de ellas. Han pasado 3 años desde Seneca Falls, es 1851, y estamos en la Convención de Akron, en Ohio. Entre el público hay una mujer negra, una esclava liberada, cuyo relato de vida se basa en la constante lucha por alcanzar todos sus derechos y el deseo profundo de ser libre. Su nombre es Sojourner Truth y alza la voz para expresar las violencias que padece:

“¡Yo he arado, he sembrado y he cosechado en los graneros sin que ningún hombre pudiera ganarme! ¿Y acaso no soy una mujer? Podía trabajar tanto como un hombre, y comer tanto como él cuando tenía la comida ¡y, también soportar el látigo! ¿Y acaso no soy una mujer? He dado a luz a trece niños y he visto vender a la mayoría de ellos a la esclavitud ¡y cuando grité, con mi dolor de madre, nadie sino Jesús pudo escucharme! ¿Y acaso no soy una mujer?”

Tras dar las gracias, Sojourner Truth vuelve a sentarse y sus palabras flotan en el aire, haciendo que la opresión racista y la dominación sexista queden evidenciadas en ese momento y lugar. Muchos años después, en 1977, y a unos más de mil kilómetros de distancia, en Boston, las mujeres negras identifican que los grupos de liberación negros estan liderados por hombres. También mujeres lesbianas denuncian que el Frente de Liberación Gay sólo se centra en las experiencias masculinas. Es por ello que la organización socialista de mujeres feministas lesbianas negras redacta la Declaración del Combahee River Collective. En ella explican que es necesario priorizar las necesidades de las personas más marginadas de la sociedad para elevarla en su conjunto. 

Llegan poco después la crítica Mujeres, Raza y Clase (1981) que la activista Angela Davis hace al racismo y el clasismo en el movimiento feminista y los artículos de la académica afroamericana, Kimberlé Crenshaw, en los que acuña el término “interseccionalidad”. La autora de Demarginalizing the Intersection of Race and Sex (1989) hace incluso un mapa de la interseccionalidad y la divide en 3 tipos: estructural (porque la opresión que sufren unos cuerpos y otros es diferente), política (hace referencia al impacto desigual de la legislación) y representacional (alude a la falta de ella en la participación y la cultura popular y sus impactos negativos).

Desde entonces, la interseccionalidad ha ido enriqueciéndose en teoría y práctica de formas diversas. No es una corriente con un desarrollo único, sino que ha ido ramificándose desde distintas propuestas políticas y conceptuales. Sea como sea, una cosa es clara: la interseccionalidad además de ser una invitación “a tomar conciencia de mi posición en el mundo”, como diría Pastora Filigrana, también es una herramienta para el análisis de los ejes de opresión, la discriminación y las desigualdades y una forma de idear respuestas y establecer relaciones políticas más equitativas y ajustadas.

La interseccionalidad es una forma de identificar distintos ejes de opresión y desigualdad, sin jerarquizar unos sobre otros. En su lugar, trata de entender la forma en la que esos ejes se articulan entre sí, engendrando violencias e injusticias sociales específicas que, además, se exacerban más en unos contextos que en otros. Esto me hace pensar en la presentación que la periodista negra Lucía Asué Mbomío hizo de su libro, Las que se atrevieron, en la Gau Irekia de 2018. Su padre es de Guinea Ecuatorial y su madre, de Segovia. Y, si la memoria no me falla, explicó: “cuando estoy en el pueblo de mi padre, soy mujer; sin embargo, cuando estoy en el estado español, soy negra”. 

Podemos decir, entonces, que la interseccionalidad no ve los ejes de opresión como capas de discriminación que se acumulan, como si de una cebolla se tratara, sino más bien los entiende como hilos que se entrelazan y crean nuevos y complejos tejidos. Patricia Hill Collins (2002) explica que la forma en la que esos hilos se trenzan hace que una misma persona pueda ser oprimida y opresora al mismo tiempo. Por ese motivo, hablar de interseccionalidad requiere tener en cuenta los contextos y quienes los componen. Es inevitable que todas las personas estemos ubicadas en relación a todos los ejes de desigualdad (sexo, raza, clase, capacidad, edad, origen, etnia, sexualidad…), bien sea desde el privilegio o desde la opresión. 

Me gustaría hacer un apunte y, para ello, querría traer otra frase de Pastora Filigrana, que dice que la interseccionalidad “puede ser útil para propiciar alianzas desde estos diferentes dolores en las luchas políticas”. Y, en ese sentido, las lecturas interseccionales deberían propiciar el poner palabras a violencias y discriminaciones invisibles y a buscar terrenos comunes en los que activarnos colectivamente para la transformación. En esa tarea, es importante evitar las carreras de opresiones acumuladas o de esencializar la posición de las personas en todo este entramado de opresiones. 

Para superar el diseño de políticas públicas y la participación ciudadana desde el sujeto BBVA (blanco, burgués, varón y adulto), como definió la antropóloga María José Capellín, e incorporar una mirada y una acción interseccional, probablemente hay dos primeros pasos que dar desde las administraciones públicas. El primero de ellos, es el aumento de la hibridación y la disminución de la segmentación. La mayoría de las veces, los servicios se organizan en cajones separados que reproducen la idea de desigualdades estáticas, lo cual dificulta mucho poder entender la complejidad real de las injusticias sociales, y ver a las personas que están sufriendo discriminaciones específicas para las que no hay respuesta. El segundo paso consiste en entender, analizar y diagnosticar el contexto más cercano. ¿Qué está sucediendo? ¿A quiénes no estamos viendo? ¿Qué capacidad tenemos como institución de incorporar esta mirada y relacionarnos desde ella?

Tras esos pasos, por supuesto, será necesario generar espacios en los que fortalecer relaciones y promover una participación que tenga en cuenta quiénes deben desocupar parte del espacio y qué voces es necesario escuchar más. Trabajar una relación de confianza es imprescindible para comenzar a co-crear proyectos y políticas públicas que no sólo sean interseccionales en su propuesta, sino en la propia manera de diseñarlas. En esa tarea, recomiendo la Guía para Incorporar la Interseccionalidad en las Políticas Locales del Ajuntament de Terrassa, puesto que puede ser de gran ayuda. Ya no es 1848, ni 1851. También superamos hace tiempo la década de los 80 y, sin embargo, la interseccionalidad sigue siendo un enfoque imprescindible en las relaciones, proyectos y futuros que construyamos. 

 

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